Fernando Mires - El PABLO NERUDA DE PABLO LARRAÍN



No quise escribir este texto cuando -en el 2016- el video llegó a mis manos. Fastidiado por las necias discusiones entre “izquierdosos” y “cinéfilos” a la que había dado lugar el filme (no solo en Chile) no habría podido decir lo que quería decir. Después de Cannes, escribir sobre ella habría parecido adulatorio, si no oportunista. Dejé entonces pasar el tiempo y luego vinieron otros temas, otros problemas y la idea de escribir sobre el filme me fue abandonando. Hasta hace poco.
Últimamente he dedicado a perder mi tiempo gozando los poemas póstumos de Pablo Neruda. Otro Neruda, como afirma Jorge Edwards: un Neruda si no maduro, reflexivo ante los ojos de la muerte que lo mira. Un Neruda sin épica ni furor, metafísico, sin delirios ni espantos, casi filosófico. “El hombre que va hacia la muerte” (Heidegger) hace más sabio al hombre cuando el hombre sabe que va hacia la muerte. Pero sobre ese tema escribiré otro día.
El hecho es que leyendo y tratando de entender al último Neruda, acudí al Neruda de Larraín, digamos al Neruda del medio, no al joven melancólico de la pensión de la calle Maruri, pero sí al cuarentón (Luis Gnecco) quien, como tantos, tocados por la romántica de la guerra civil española, llegó al comunismo, al peor de todos: al de Stalin.
El de Chile, quizás valga anotar, era a la vez otro comunismo: un comunismo a la chilena, es decir, superficial, poco serio. O para ser más justo, a la latinoamericana. Baste recordar el filme sobre Frida Kahlo, Naturaleza Viva (dirigida por Paul Leduc) en donde nos es presentado al pintor Diego Rivera, secretario general del PC, profesando con los suyos un comunismo más etílico que el alcohol. El comunismo de los intelectuales y artistas parisinos no le iba a la zaga. El comunismo, en fin, no solo fue una ideología de dominación estatal. Tampoco fue solo el medio que encontraron los sindicatos de trabajadores para adquirir formato político en algunos países, entre ellos, Chile. Fue también una moda de la burguesía intelectual de la izquierda occidental.
El único comunismo serio de ese tiempo era el del Gulag. Pero Chile estaba muy lejos. En el culo del mundo.
“Tu país no es serio”, dijo una vez el escritor ruso Ylia Ehremburg a Neruda. Y es (era) cierto. Los chilenos de entonces, al menos los políticos, usaban gomina y no eran serios. El comunismo de los comunistas chilenos, sobre todo el de sus intelectuales (hubo un tiempo en que ser comunista e intelectual eran sinónimos), no era tomado en serio ni por los comunistas. Más bien se trataba de cultivar un mito o, si se prefiere, una forma exclusiva (y exclusivista) de ser. Y así fue cuando Larraín, al comenzar la película hizo enfocar el virtuoso lente de Sergio Amstrong en una fiesta de intelectuales comunistas con Neruda disfrazado de Lawrence de Arabia, “chacoteando” con su poema 20; muy a “la chilena”.
Eran otros tiempos aquellos. Senadores y diputados discutían a muerte, o hacían como que lo hacían. Y después en los lavabos la discusión continuaba, o simplemente hablaban de otras cosas. Larraín no inventó nada al presentarnos esas imágenes político-urinarias. Muchas decisiones históricas, alianzas, pactos decisivos, fueron tomados en Chile con la pichula al aire como comentó una vez ese cronista de la política criolla a quien casi todo Chile escuchaba: Luis Hernández Párker.
Cierto: algunos comunistas lo pasaron muy mal en Pisagua. Pero fue un tiempo corto, solo destinado a cumplir formalmente el dictamen de Truman, quien con su “ni un paso atrás” trazó una raya –la de la guerra fría- que llegó hasta el polo sur. Pero no hubo torturas infrahumanas, ni maltratos, ni violaciones, ni asesinatos a granel. Aunque si seguimos el ritmo de la película de Larraín, todo eso ya estaba latente.
Genial idea la de Larraín al hacer aparecer al tenientucho Augusto Pinochet como custodio de las prisiones de Pisagua. Como diciéndonos: lo del 73 no vino de la nada. El 73 fue el resultado de un largo proceso de gestación cuartelera. Pero eso no lo podía saber nadie a fines de los años cuarenta. El senador-poeta Neruda, tampoco.
La conversación entre Neruda y el ex presidente liberal-populista de Chile Arturo Alessandri Palma (Jaime Vadell), sentados ambos a la salida de los lavabos del Congreso, si no existió, pudo haber sido posible. Eso es al fin lo que importa. Alessandri podía conversar con un senador comunista.
Un hijo de Alessandri Palma, Jorge, fue, además, el primer presidente gay de Chile, y tal vez de Latinoamérica, y quien sabe si del mundo. El mismo quien, cuando fue presidente, caminaba a pie desde su departamento de la calle Philips, número 16, con su portadocumentos bajo el brazo, hasta llegar a la Casa de la Moneda a ejercer su trabajo, como cualquier oficinista.
No, no idealizo: la de Chile no era una democracia ideal. Aunque a veces, a pesar de sus horrendas injusticias sociales, parecía serlo. Olaf Palme, el sueco, también iba a ejercer su trabajo de mandatario, sin custodia; y en bicicleta. Pero un día lo mataron. Alessandri, Jorge, el chileno, el  conservador, el gay. “el paleta”, en cambio, murió en su cama a diferencia de su padre Arturo, quien, según cuentan las buenas lenguas, murió en un prostíbulo (el de “la turca Yusuf”, para ser más preciso.) No sé si era el mismo que frecuentaba Neruda, pero pudo haberlo sido.
Pablo Larraín se hizo informar. El retrato de fines de los cuarenta es casi perfecto. Lo sé, lo llevo grabado desde mi primera infancia. Las vestimentas, los sombreros con cinta, y esos bigotillos afirulados a lo leo marini que le endilgó al mexicano Gael García, todo eso realizado con la más pulcra exactitud. Hasta el peinado de Delia del Carril (Mercedes Morán) la mujer de Neruda, me hizo recordar a una tía que se peinaba igualito. Pero, naturalmente, Larraín quería avanzar más allá de una presentación documental. El centro de la película, digamos, su segunda dimensión, reside en la trama. Una trama nada de chilena; mas bien, universal.
La trama surge de una relación interpersonal: la del policía perseguidor y el poeta perseguido. En sí no es novedosa. Desde Crimen y Castigo de Dostoyevski es y será materia de muchos krimis. La identificación tortuosa del psicópata con el comisario ha sido llevada hoy por el noruego Jo Nesbø al nivel de la maestría. La encontramos, además, en diversos filmes. La figura del policía Peluchonneau, hijo no reconocido de un gran policía fundacional, hace recordar al perseguidor de La Muerte y la Doncella (nada menos que Ben Kingsley) filmada por Roman Polanski de acuerdo a la pieza teatral de Ariel Dorfman. La diferencia es que en la película de Larraín, el perseguido juega con el perseguidor, dejando pistas, poemas, fragmentos de una novela no escrita. Hasta que llega el momento en el cual los roles comienzan a invertirse: el perseguidor pasa a ser víctima del poeta.
Los diálogos destinados a realizar ese proceso de inversión son méritos literarios del guionista Guillermo Calderón. La gradualidad de la conversión del perseguidor en un objeto nerudiano encuentra siempre los tonos adecuados. Como a lo largo de toda la película, donde la historia se conjuga perfectamente con su simbología.
La historia: la verdad es que el gobierno de Gabriel González Videla  (1946-1952) necesitaba perseguir a Neruda. Pero también es cierto que no le convenía apresarlo. La idea era declararlo prófugo, mas no recluso. ¿Qué habría hecho González Videla con Neruda en prisión, ante el clamor de todo el mundo democrático exigiendo su libertad? Si el presidente hubiera querido apresar a Neruda, habría enviado un comando en su búsqueda y no a un solitario y acomplejado detective. González Videla no quería hacerse problemas. El era mediocre, pero no era Pinochet.
Así, el dictum de Marx fue cumplido en Chile exactamente al revés: la historia se repite: primero como comedia, después como tragedia.
La simbología: el perseguidor es derrotado por la palabra escrita del poeta. El poder de la palabra, sobre todo si esta palabra es poética, puede derrotar a los regímenes más arbitrarios, parece decirnos Larraín. Efectivamente, cuando un campesino asestó el golpe de gracia en la nuca del pobre Peluchonneau, este ya estaba muerto en vida, derrotado por la palabra del poeta. Naturalmente, algo así solo puede ocurrir en las películas. En la realidad suele suceder exactamente lo contrario.
En cierto modo, Larraín, a través de Neruda, realizó el oculto deseo de cada artista: el de cambiar la realidad con su arte. Pero –y aquí entramos a otra dimensión del filme- Neruda estaba lejos de ser un superhombre. Más bien era todo lo contrario. Neruda, el hombre, el mismo que llegó con sus palabras hasta las alturas del Machu Pichu, fue mostrado por Larraín con todas sus bajuras. Humano, demasiado humano, diría Nietzsche.
Para seguir con Nietzsche: nada de lo que fuera humano era ajeno a Neruda. Hecho cuya presentación fílmica escandalizó a sus hagiógrafos. No era fiel a sus mujeres, algo egoísta, pagado de sí mismo, bueno para el trago, comilón, libidinoso y putero como el que más. En esa presentación del Neruda de carne y hueso, Larraín fue despiadado, casi cruel. No obstante, Neruda parece solo confirmar una regla: La de la distancia que existe entre el artista creador y el hombre que lo cobija. Sobre ese tema se ha escrito mucho.
Hace algunos días terminé de leer la excelente y detallada biografía sobre Richard Wagner, escrita por Walter Hansen. Wagner: un pillastre, avaro, chismoso, conspirador, y para remacharla, antisemita. Su música, definitivamente, no tiene nada que ver con la persona que fue. En Wagner, como suele ser corriente, habitaban dos seres: uno muy materialista; otro, profundamente espiritual. Del mismo modo, si recordamos a Miloš Forman en su película Amadeus, la distancia entre el músico celestial y el Mozart cotidiano (en la película, un verdadero retrasado mental) es abismante. Podríamos llenar páginas citando ejemplos parecidos. No viene al caso. ¿O sí era el caso de Neruda? A primera vista, sí. Pero para quienes nos hemos ocupado –aunque sea un poco- con la obra nerudiana, no.
No: la poesía de Neruda, a diferencias de la música de Mozart o de Wagner, era y es de este mundo. Por cierto, también es, la suya, una poesía del más allá. Pero el más allá nerudiano viene siempre del más acá. Ahí reside precisamente la grandiosidad de su poesía. Lo que en tantos creadores es una escisión, constituía en Neruda una unidad. Quiero decir, su poesía es metafísica, física e intrafísica a la vez. Pero dejemos que nos lo explique el mismo poeta. En su libro póstumo, Elegía (XX) escribió:
Yo, precador de todo régimen
con comedores de regiones remotas
turcomanos, kirghisis, caucásicos pastores,
me determino cantor y carnívoro,
me alborozan los cuerpos y la música.
la alegría profunda del estómago,
la voz de los sonámbulos violines.
A confesión de parte, relevo de pruebas. Así era Neruda. Así era su poesía. Radicalmente material y radicalmente espiritual. La poesía de Neruda viene y vive de este mundo, está en cada cosa, en lo más profundo de la materia, en los códigos de las aguas, en la concha marina de las hembras, en las algas prehistóricas y en el pan de cada día, en sus amores elementales y en sus terribles odios.
Pablo Neruda fue un prodigio chileno. Pablo Larraín parece que será otro prodigio chileno. Porque hacer tres películas en un año (El Club, Neruda, Jackie) y que las tres sean nominadas o premiadas en los más encumbrados festivales del mundo, no lo hace cualquiera. Debe ser un record mundial.
Quizás Larraín como Neruda vive la vida cotidiana y el arte al mismo tiempo. Quizás por eso logró entender tan bien a su personaje. Quizás por eso le habló a Neruda de tú a tú, de Pablo a Pablo. Quizás por eso le habló de hombre a hombre, como dijo en la película el cantante de boleros, un gay que besó en la boca a Neruda cuando este, más borracho que una cuba vivía una escena tan almodovariana que hizo deshacerse en elogios al propio Almodóvar.
Neruda era un hombre lleno de amor y vida. Hay una momento, seguramente inventado por Larraín, que lo retrata de cuerpo entero. Ocurrió en Valparaíso. Neruda, el fugitivo, incapaz de permanecer en el encierro, salió a vagar por las calles del puerto. Una joven mendiga se acercó y le pidió dinero. Neruda le dijo: “No tengo nada que darte”. Y luego, la abrazó, largamente. Después le regaló su abrigo. Por supuesto, cerca había un fotógrafo y al día siguiente apareció en todos los diarios.
El amor en Neruda no era un amor ideológico. El suyo –este es uno de los aspectos poco estudiados de su poesía- era un amor casi religioso, neo-testamentario, simple amor al prójimo, o al ser porque simplemente es. Naturalmente, Pablo Larraín no podía dar cuenta de esa capacidad de amar, pero logró intuirla y, lo que es mejor todavía, logró transmitir sus intuiciones.
En fin, una gran película. Creo que eso basta. Por ahora. Lo que sigue es poesía.